«Y tú ¿qué personaje literario eres?», propone como tema de debate una de las participantes en la tertulia. Y yo complemento su idea y animo a escogerlo de entre los personajes de las tramas que hemos comentado durante nuestros tres años de rodaje. Me ha costado llegar a una conclusión en claro y finalmente he optado por tirar por la calle del medio y rescatar de cada obra un personaje y una cualidad reseñable que, para qué negarlo, me encantaría traer y aplicar a mi día a día, ahora que, obligados por la situación como estamos, andamos en modo reflexivo y meditabundo.
Me quedo con:
- la entereza de Dolores al afrontar con valentía un duro porvenir (del relato «Dolores» de «Novelas y cuadros de la vida suramericana» de Soledad Acosta de Samper),
- la atronadora impulsividad de Antoinette (de la novela «El baile» de Irene Nemirovsky),
- la humildad del escritor convertido en personaje de su propia ficción (de la novela «Niebla» de Miguel de Unamuno),
- la inocencia de Buddy, ese niño en busca de una Navidad (y una vida) con sentido (del cuento «Una Navidad» de Truman Capote),
- el desafío aceptado por Melanie de que otra vida (distinta a la que le es dada) es posible (de la novela «La adúltera» de Theodor Fontane),
- la perplejidad del Cuadrado ante la ineptitud y cortedad de miras de los dirigentes de su Planilandia natal y la esperanza que deposita en criaturas de otras dimensiones a las que «lega» su revelador «evangelio» (de la novela «Planilandia» de Edwin A. Abott),
- la agilidad mental de Sherlock Holmes (en la novela «El signo de los cuatro» de Sir Arthur Conan Doyle),
- la capacidad evocadora de «El Soñador» (de la novela «Noches Blancas» de Fiódor Dostoyevski),
- esa gula tan deliciosamente mundana de la pícara cocinera del cuento homónimo recopilado por los Hermanos Grimm,
- Don Quijote bajo la advocación de genio y figura encomendado a la libertad (de la novela «El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha» de Miguel de Cervantes),
- la entrada en razón de Don Diego (en la obra de teatro «El sí de las niñas» de Leandro Fernández de Moratín),
- la satisfacción del protagonista del relato «El tío sonreía en Navidad» de Daniel Moyano, al ver ante sí a su familia, reunida bajo su protección,
- Daniel El Mochuelo en el momento de su despertar (de «El camino» de Miguel Delibes),
- la vitalidad y frescura de Feíta (en «Memorias de un solterón» de Emilia Pardo Bazán),
- el valiente examen de conciencia (tardío, eso sí) de la protagonista de «Creció espesa la hierba» de Carmen Conde,
- la extraordinaria capacidad de superación del ser humano y, a su vez, las tenebrosas profundidades a las que es capaz de descender (en «El hombre en busca de sentido» de Viktor Frankl),
- la esperanza en el futuro del protagonista del relato «La Nochebuena del poeta», que es su propio autor Pedro Antonio de Alarcón,
- el descaro de la Sally Seton en sus locos años de juventud (de «La señora Dalloway» de Virginia Woolf),
- el graciejo castizo del Tío y el Castelar (de «Los ladrones somos gente honrada», obra de teatro de Enrique Jardiel Poncela) y
- la capacidad de análisis de Ángel Ganivet en sus crónicas como expatriado de «Cartas finlandesas».
Y, por cierto, difícil no sentir agobio al releer estos días (total o parcialmente):
- «La casa tomada» de Julio Cortázar, pues la conexión con los protagonistas es tan inevitable como incómoda,
- «La metamorfosis» de Franz Kafka, por la súbita y sobrevenida transformación que padece Gregorio Samsa, además, en un confinamiento solitario y brutal,
- «¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?» de Philip K. Dick, en cuanto a relato distópico/apocalíptico, cuyo lectura más que servir al propósito de la evasión de la rutina, nos solivianta, dada la excepcionalidad en la que vivimos,
- «El señor de las moscas» de William Golding, relato descarnado de la brutalidad que habita en el ser humano cuando vive situaciones límite,
- los relatos de Chéjov (cualquiera de los leídos), por la soledad que empapa a muchos de sus personajes,
- cualquiera de los sujetos, enredados en sus propios agobios, de las escenas recopiladas por Paul Watzlawick en «El arte de amargarse la vida», pues nos vemos claramente identificados en no pocos de ellos,
- «Frankenstein» (de Mary Shelley), sobre todo por la angustia extenuante en la que vive el doctor desde el momento en el que constata que su proyecto se le ha ido de las manos,
- el acoso con final trágico de los hermanos a la hermana en el relato «La gallina degollada» de Horacio Quiroga,
- «La casa de Bernarda Alba» (obra de teatro de Federico García Lorca) y las consecuencias funestas de la represión y el liberticidio,
- «Carmilla» (novela de Sheridan Le Fanu), por el reguero de muerte y destrucción que deja tras de sí el hambre feroz de su vampira protagonista y
- «La rebelión de las masas» (ensayo de José Ortega y Gasset), radiografía del peligro que supone el triunfo de la mediocridad y la ignorancia en sociedades adormecidas.
Por María Ortiz
